Por Claudio Andrade
Pensar un país o una simple región de un país no es cosa de todos los días. Se planifican proyectos en función de necesidades inmediatas, se pagan promesas de campaña, se hacen acuerdos nacionales o internacionales, pero pensarse como país, como cultura, como una comunidad macro, es algo que escasea sobre todo entre la clase política.
Son cosas que el poder con mayúsculas le deja a la filosofía, a la sociología, al arte incluso. Sin embargo, el poder difícilmente tenga tiempo de leer o exponerse a todo o parte de eso.
Es así que al final del día el poder consagrado (de “casta” como dijera el siempre polémico presidente argentino Javier Milei) va para un lado y la gente y las organizaciones que las representan (desde clubes deportivos a empresas), terminan yendo para otro lugar.
El poder habla de salud y el ciudadano de no enfermarse. El poder menciona la seguridad y las personas imaginan que sus hijos juegan solos en la plaza. El poder habla de transparencia y probidad (que no cumplen) y el vecino junta plata para su primer auto. El poder habla de ecología y los votantes de vivir mejor en serio.
Durante muchos años la región de Magallanes se mantuvo apartada de los poderes centrales. Imaginar que algún día el país tendría un presidente nacido en estos rincones, como pasa hoy con Gabriel Boric, parecía un hecho de ficción o ciencia ficción en los 70.
El turismo y luego la salmonicultura vinieron a ubicar a Magallanes en el mapa nacional e internacional.
El turismo nos convirtió en un objeto en exposición permanente y esto puede haber influido en el hecho de que comenzarán a caer algunos pesos desde Santiago para arreglar veredas, calles y levantar estructuras pensadas para el bienestar público. Es apenas un teoría.
El turismo gatilló el deseo de lucir mejor. Aunque durante un siglo Puerto Natales, la puerta a Torres del Paine, vivió a buen resguardo del progreso.
Sus habitantes querían una ciudad bonita (por eso pintaron techos y fachadas de esa manera tan característica y plantaron árboles a pesar del viento), pero lo que nosotros deseábamos no tenía relevancia en las oficinas centrales. Así funciona el planeta. Chile también.
Natales sobrevivió a costa de Río Turbio (Argentina) y amparado en la pesca artesanal. Dos oficios de las más duros y de los menos protegidos.
Y otra vez: el poder que siempre se enjuaga de progreso y patriotismo y, según observamos en aquellos años, los hombres Natalinos no tuvieron otra opción que dejar el alma del otro lado de la frontera.
Pero la modernidad llegó un día. Tarde pero nos alcanzó. Las soñadas empresas por algunos de los emprendedores locales no tuvieron la impronta de la energía, la forestación o el carbón, por mencionar algunas ideas que rondaron la localidad durante décadas.
Llegó en la forma del cultivo del mar y, en definitiva, de alimentos. Otro proyecto que de haber sido mencionado en los 70 habría sonado extraño. Alimentación en gran escala, proteína premium para el Primer Mundo.
Todo esto se desarrolló vertiginosamente en 25 años o menos. Entonces el poder se acordó de verdad de nosotros. El poder vestido con los trajes de un político (que elevaron los presupuestos municipales) o con las ropas recicladas de alguna ONG, por lo general, verdes pero con agendas bien pulidas en otros pasillos.
Gente que no imaginábamos que existía comenzó a tratarnos de paisanos. Amigos baqueanos. Personas “buenoides” que no siempre saben lo que es mejor para los que nacimos y vivimos en esta oreja del continente.
Desde ya que las discusiones vinculadas al progreso son pertinentes. Pero son debates que deberían tener como prioridad las necesidades y aspiraciones de las comunidades involucradas. Lo que opinen en Canadá o Noruega o Estados Unidos, puede servir como un apunte a la conversación local. No debería determinar cómo seguimos adelante.
Esto finalmente equivale a pensarse como cultura. ¿Qué queremos para nosotros, hijos y nietos? ¿Quiénes somos? ¿Cómo es factible que una persona de una ONG americana o suiza sepa más de nosotros que nosotros mismos al tiempo que nos imponen un libreto, un guión del “buen vivir”?)
El libreto en todo caso debería ser escrito por quienes están radicados o poseen historia en el lugar. Por quienes han contribuido a su existencia.
Aquí es donde convergen los proyectos y los ideales.
Vale tanto para presuponer una discusión sobre el impacto social, ambiental y económico de las salmonicultura como para el debate referente a los espacios costeros que identifican a pueblos originarios.
Si no nos pensamos a nosotros mismos como pueblo, como comunidad, alguien más lo hará por nosotros y escribirá el destino de los días por venir.